El Tiempo


No hay batalla más a contracorriente que la batalla contra el tiempo.


Es un río crecido y decides nadar en contra. Solo el ego

y la arrogancia humana pueden pretender frenar sus apocalípticos efectos.


Lo que un día fue fuerte, viril, sensual, atlético, terso, sonriente, comienza a revertirse. Comienzan los dolores, ya no puedes caminar igual de rápido, no puedes lanzar una piedra al agua y hacerla rebotar más de tres veces.


Lo trágico es que nos resistimos. Creemos que, así como nos resistimos a un sistema, a nuestros padres, a una religión, también podemos resistirnos al tiempo.


Nuestro humor cambia: a quienes acariciábamos, los rechazamos; a quienes adulábamos amorosamente, los insultamos. La impotencia nos carcome.


Nos volvemos retraídos, oscuros. Donde antes hubo luz, hoy solo hay sombras. Pero nos resistimos.


Continúan los dolores. Es como una putrefacción que se extiende. A veces vienen recuerdos, glorias pasadas, la sensación de una antigua caricia. Momentáneamente aparece una sonrisa, una mirada tierna. Intentas levantarte, sientes nuevos bríos… pero vuelve el tiempo. Las rodillas no dan. Vuelven las maldiciones, los odios. "No me hablen", insultas, gritas, estás desesperado. No puede ser que te duela todo. Pero te resistes. Tu orgullo jamás te dejará admitir que no eres el mismo.


Los ricos inventaron una crema para estirar la piel, una crema de caracol para detener el tiempo, un bisturí para levantar lo que se cayó y unas pastillas para levantar el pene, que ya ni te acordabas de él. Pero vivimos en capitalismo: no tienes plata para comprar todo eso.


Prendes la radio para distraerte, escuchar música, y sale una publicidad: "¡Doctor no sé qué, especialista en hiperplasia prostática! Con una pequeña dosis de estas pastillas mágicas, te reduce la próstata".


De nuevo maldices. Te recuerdas que tienes puesta una sonda. Vuelve la rabia. Es como si la vida se vengara de ti por algo que nunca hiciste… o tal vez sí. Te dan ganas de ir al baño. Caminas lentamente. El corazón palpita con fuerza. Ya no sabes ni qué te da tanta rabia.


Con pasos lentos, una luz te pega fuerte en los ojos. Se te olvidó ponerte los lentes. No ves bien. Vuelve un recuerdo bonito que te atrae: tucún, tucún, tucún… palpita como loco el corazón. Hiperventilas. Una vez más intentas resistirte. Es el tiempo: viene por ti. Lo sabes. Piensas: qué hijo tan ingrato, inventamos el tiempo y ahora nos persigue. Tucún, tucún, tucún… sigue palpitando el corazón. La luz se intensifica. Te preguntas: ¿qué viene ahora? Te acuerdas de la sonrisa de tu esposa, de la primera vez que viste a tu hijo, de una caricia de tu mamá.


De repente, un golpe en el pecho. Es como una mandarria de albañil para romper concreto. Sabes que estás perdiendo la pelea. En un punto sonríes. Te das cuenta de que era una pelea perdida, que nunca debiste dar. Cuánto tiempo perdiste en insultos, en gritos, en maldiciones. Cuánto tiempo perdiste odiando al tiempo y dañando mentes y corazones en el camino. Quieres disculparte. Te das cuenta de que te equivocaste. Ya no recuerdas si dañaste tu entorno o a ti. Quieres pedirle disculpas al tiempo… pero es implacable. La luz se incrementa. Ya no puedes ver. De repente, el vacío. El vacío. El vacío...




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